Leandro lleva a Hero al templo y allí le ruega que tenga compasión de su deseo. La besa en el cuello y le dice que está a sus pies derribado por el dios del amor, y que ella, para él, es como una diosa. Protesta Hero y le recuerda que sus padres se opondrán a que se case con un extranjero y que no habrá forma de ocultarse en la ciudad. Pero Leandro, vencido por su amor, le dice:
«... por tu amor, cruzaría hasta las olas salvajes.»
Le pide entonces que encienda una lámpara en la torre para que él, nadando en la oscuridad, encuentre el camino. Y añade que ella es la lámpara de su vida; la estrella que seguirá, olvidándose ya del Guardián de la Osa, de Orión y de toda otra estrella o constelación.
Así Leandro decide estar cada día, y a escondidas, con su amada.
No puede utilizar los útiles barcos curvos, ni chalupas de singlar; sólo resta nadar y eso no lo amilana, ni siquiera el que deba ser por la noche, cuando nadie sospecharía tales hazañas. Al anochecer, Leandro bajaba hasta las rocas que acariciaban la aún tibia arena de la exigua playa, pareciéndole tan difícil que su amor se consumase bajo los designios de los dioses. Dejaba la túnica, el miedo y las sandalias atadas con estrobos en el mismo lugar donde cada día oraba para que aquellos les fuesen favorables. Desnudo, se lanzaba al mar ya tan oscurecido que miedo, por no decir terror, daría al común de los mortales. Tomaba el aire preciso, calmaba su impaciencia, dejaba que el agua se escurriese entre sus dedos cuando levantaba su mano hacia el Olimpo en muda oración y se dirigía veloz como los delfines del Bósforo golpeando el mar con sus flexibles brazos, nadando hacia la otra orilla, al encuentro de su niña de Sesto.
En ella Hero, encendía la antorcha que a Leandro dirigía. También para ella, el nerviosismo se aplacaba con tales rutinas; bajaba hasta el acantilado que tan bien conocía con la antorcha que era la guía se su amado y una capa para que recuperase el calor.
Leandro solía tardar un instante por brazada y más de 1600 daba, pero siempre llegaba y entonces Hero lo cubría con mil besos y llevándolo a su alcoba, le ungía el cuerpo con aceite para quitarle el olor a mar, mientras le decía:
«Reposa en mis pechos el sudor de tu esfuerzo.»
La Aurora nunca sorprendió al novio en el lecho nupcial. Pues se zambullía él en el mar para volver a Abidos mientras aún demoraba la oscuridad, y mientras todavía sentía en su cuerpo las caricias de Hero.
Al llegar el invierno, cambió el mar y hasta los marineros atracaron sus barcos. Pero no detuvo el clima glacial al amor de Leandro. Pronto se ve en manos de olas violentas, en medio de una guerra de vientos hasta que una de esas noches de invierno una violenta lluvia apaga la lámpara en la torre de Hero, y presa de la oscuridad, desorientado y extenuado tras luchar contra las olas incesantes y el mar inclemente, Leandro se ahoga.
Al amanecer del día siguiente, Hero angustiada, acude a la playa intentando recibir noticias de su amado, cuando una enorme ola deposita a Leandro a sus pies ante el terror de la muchacha, al verlo destrozado por las rocas. Hero no puede aguantar aquella pérdida, que lo era todo para ella y decide marchar en su busca, arrojándose a las turbulentas aguas que apenas se habían amansado.
Al buscar esta tragedia griega en Google para poder transcribirla, me sorprendí, al encontrar una referencia a Lord Byron, poeta romántico inglés, que siendo un gran nadador, en 1810, a los 22 años, imitó la hazaña de Leandro, y atravesó los 1960 metros que separan a ambas ciudades en una hora y diez minutos.
Los versos de Byron en "El Corsario" dicen:
"Del negro abismo de la mar profunda
sobre las pardas ondas turbulentas,
son nuestros pensamientos como él, grandes;
es nuestro corazón libre, cual ellas."
[...]
Sólo el infatigable peregrino
de esos caminos líquidos sin huellas,
cuyo audaz corazón, templado al riesgo,
al sordo rebramar de la tormenta
palpitando arrogante, hasta la fiebre
del delirio frenético en sus venas
sintiese hervir la sangre enardecida,
nuestros rudos placeres comprendiera."
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