jueves, 16 de agosto de 2007

Dolor Pais

Hoy me enteré muy temprano que murió Silvia Bleichmar, una gran psicoanalista a la que tuve la oportunidad de escuchar en varias clases y a quién admiré por la pasión que ponía en cada trabajo y la claridad que tenía para trasmitirlo.
Con una lista intermenable de títulos y premios obtenidos y una infinidad de trabajos (libros, ensayos, seminarios) publicados era una excelente profesional, una mujer apasionada y por sobre todo, una buena persona. Un extenso curriculum podría decir mucho de ella, pero más dicen sus escritos, así que les dejo unos recortes de "Dolor Pais" un libro publicado en 2002 que pone a la Argentina sobre el diván:
"Cómo se mide, en índices aceptables, la suba inexorable del "dolor país"? Si la sensación térmica es una ecuación entre temperatura, vientos, humedad y presión atmosférica ¿por qué no emplear combinadamente las nuevas estadísticas de suicidio, accidente, infarto, muerte súbita, formas de violencia desgarrantes y desgarradas, venta de antidepresivos, incremento del alcoholismo, abandono de niños recién nacidos en basurales —metáfora magistral de la convicción que tienen los miserables irredentos de que su prole no tiene ni tendrá otro destino—, deserción escolar, éxodo hacia lugares insospechados... para medir el sufrimiento a que somos condenados cotidianamente por la insolvencia no ya económica del país sino moral de sus clases dirigentes? El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo evaluó en algún momento "índices de sufrimiento humano", construidos a partir de diferentes variables: inseguridad, expectativa de vida, tasa de suicidios, mortalidad infantil... Estos datos objetivos no dan cuenta sin embargo, tal vez porque es imposible hacerlo, de los múltiples dolores cotidianos, del desgarramiento interior de quienes los padecen: habría que sumergirse hasta el fondo de los seres humanos, tolerar el horror que números y planillas no reflejan, para encontrar allí las imágenes de la devastación sorda a la cual han sido sometidos.
...El "dolor país" se mide también por una ecuación: la relación entre la cuota diaria de sufrimiento que se les demanda a sus habitantes y la insensibilidad profunda de quienes son responsables de buscar una salida menos cruenta.

...Cuando yo era niña los mayores repetían, con un tono mitad reprochante mitad benévolo, una frase que no por irritante tuvo efectos menores en nuestras vidas: ¡Cómo se nota que este país no tuvo hambre ni guerras! Lo decían cada vez que dejábamos la comida en el plato, lo repetían cuando pedíamos algo de manera especial para luego descartarlo, insistían en ello cuando nos rehusábamos a usar ropas de la temporada anterior porque el color o el modelo habían dejado de estar en vigencia, y cuando queríamos una muñeca o una bicicleta de cierta marca no sólo porque nos gustara sino porque todos los chicos del barrio la tenían.Cincuenta años después el país había atravesado hambre y guerras, y como una profecía autocumplida nuestra generación realizó el deseo mortífero de identificarse con sus padres. Ya no somos menos que ellos, ya tuvimos nuestras guerras y ahora tenemos el hambre, y de modo inexplicable, ya que en este país siempre se supuso que podía faltar cualquier cosa, menos comida. Y es que la comida en realidad nunca ha faltado, siempre ha estado allí, por eso no se entienden los índices de mortalidad infantil incrementados, ni el deterioro de los viejos, ni la subalimentación de las embarazadas, ni el retorno de la tuberculosis... El hambre, por otra parte, nunca se transformó en hambruna, y no sólo porque mal que bien siempre hemos tenido cosechas, sino porque existieron, de modo salvador, las ollas populares, que tuvieron su dignidad solidaria cuando se hacían en las puertas de las fábricas en huelga y mostraban la voluntad de resistir no sólo al hambre sino al riesgo de quedarse sin trabajo, y que hoy se han tornado la marca de la miseria y de la compasión, y como ya no hay fábricas se instalan en las iglesias y en espacios privados que algunos menos desafortunados han creado para dar cuenta de que aún se sostiene, aunque sea en el marco del deterioro y la desintegración social, el concepto de semejante.


...La banalidad del mal es la indiferencia, la posibilidad de ejercicio de una acción de destrucción sin la menor compasión porque la víctima ha dejado de ser nuestro semejante. Y es eso lo que se intentó producir en la Argentina de los últimos diez años: la convicción de que no había otro camino que tirar al río a la mitad de la población, para que se salvaran los que lograban sobrevivir.


...Sin embargo, en medio de esta sensación de destino trágico, la voluntad de seguir haciendo nos sorprende cotidianamente: Hay en mi barrio una señora, sobria y educada, que todos los días produce una historia que vende a quien se le cruce a cambio de una limosna: hoy con un hijo epiléptico, ayer un marido hemipléjico, mañana su madre inválida que ha tomado a cargo los nietos huérfanos, alguna vez contó que le habían robado la cartera, otra, que vino a ver a un familiar enfermo y ahora tiene que internarlo… Sus mentiras producidas sobre el trasfondo de una verdad tan banal que ya no convoca a nadie, como la de ser sola, desocupada y sin hombre que la sostenga, apela constantemente a una inventiva digna de la picaresca más tradicional -lo cual no obtura el hecho de que en esa verdad que retorna de una familia diariamente inventada de viejos lisiados y niños carentes, despojo de bienes y orfandad, asoma su propio rostro dando cuenta de que no es de otros que habla, sino de sí misma, ya que ella es la conjugación de todos los personajes que habitan sus relatos. Si su representación cotidiana provoca la indignación de muchos que no comprenden la profunda creatividad que anima su desesperanza, despierta también la simpatía de otros que saben que en ella confluye un país en cuya exterioridad volcada por las calles se despliegan todos los modos del arte como desbordamiento del espíritu que se rehusa a ser aplanado a lo puramente autoconservativo. Cuando la he encontrado comprando no un pan sino una medialuna rellena con el dinero tan trabajosamente obtenido - medialuna que no me extrañaría que haya comido en otra época con platito y mantel -, sé que en ella asoma también el país que se rehusa a morir, con sus producción desbordada de cine, teatro, pintura, recitales, encuentros vecinales, relatos en voz alta, diálogos insólitos entre desconocidos, poetas que autoeditan, revistas de papel pobre e ideas ricas, bandoneones y bailarines derramados generosamente sobre nosotros. Y que sus historias dramáticas son fragmentos de un aguafuerte que se ha encontrado con un mundo en el cual no hay enmarcado posible si no lo construimos, porque ya no queda resto para un diálogo de lechería en el cual retorne la muletilla con la cual Arlt hizo famoso el verso amoroso del porteño: “Pero, acaso, ¿yo te juré amor eterno?” dicho en este caso por un político al cual le reprochamos como una novia desengañada sus promesas incumplidas. El gesto que algunos califican de soberbio de mi vecina, que se niega a comprar pan y sigue comprando medialunas de manteca, es, por otra parte, una afirmación de su voluntad de rehusarse a una desidentificación de sí misma. Si ella cede, si acepta que con lo que obtiene de su trabajo de representación sólo puede sobrevivir, la vida pierde todo sentido porque ha dejado de ser, definitivamente, quien era." ...

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